lunes, 12 de octubre de 2009

Ojalá nunca llegue la mañana


La mañana es molesta. Aunque alguien opine lo contrario, lo es. Tiene mucha luz, mucho Sol. Cuando llueve, tiene mucha lluvia y muchísimos bostezos. Gracias, Zeus y Krishna, porque tengo clases en la mañana —cuando no las suspenden como en esta semana—, si no, dormiría toda la mañana hasta que se hiciera medio día y el Sol disparara su calor directamente hasta el techo de mi cuarto.

La tarde es aceptable, sobre todo después de las cuatro, cuando el Sol va perdiendo fuerza, va opacándose y opacando todo lo que me rodea. Mis amigos se opacan, las calles negras ya no brillan, los árboles se opacan, los girasoles se duermen.

Es en la tarde que he visto los colores más hermosos de la naturaleza. Despidiéndose, el Sol pinta las nubes de dorado, anaranjado, casi morado. Y las nubes se me presentan como otras cosas, como si no fueran nubes y se vuelven más grandes que una ballena: son ballenas de colores flotando lentamente en el mar del cielo, sobre los hombres que no las percibimos, sobre los edificios.

Agarrada de las colas de las ballenas, lenta, llega la noche, un poco pálida al inicio. Mientras más estrellas le brotan va llenándose de fuerza y llega una hora en que se vuelve la cosa más negra del mundo. Es en este instante donde me siento mejor, donde puedo disfrutar del silencio que se me niega de día.

Me desplazo de un lado al otro de la casa de noche. Mi papá está dormido. Es en este momento donde puedo sacar mis poemas más secretos y pensar, desarrollar ideas a realizar en veinte años, en quince días, mañana. Es en la noche donde puedo quedarme quieto dentro de mi pelo y ver las sombras que crean la luz del televisor y del monitor de la computadora sobre los sillones, las mesas, la ropa tirada, las telarañas.

Luego de las doce, la noche cambia de nombre y se vuelve madrugada. Afuera de mi casa matan a la gente, los indigentes se mueren y los perros, también. Yo escucho las sirenas, a veces, gritos; yo he aprendido a que eso no me altere y lo tomo como si algo cotidiano fuera, porque lo es. Casi a las dos —a veces a las cuatro—, me comienzan a pesar los párpados porque estar a treinta centímetros de un monitor cansa. Es entonces cuando me voy a la cama, me envuelvo entre la sábana. Ojalá nunca llegue la mañana.

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Trampa. Esta entrada es de uno de mis blogs archivado. Pero es que mucho hace calor y quería dejar testimonio de mi amor por la noche y por Diamanda Galás aquí. Imagen grencha.

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