sábado, 5 de febrero de 2011

Robert

Camino con amigos que no conozco. Han de ser dos o tres, quizás sólo uno. Aún estoy joven. Vamos en bajada, por una calle inclinada. Parece un lugar a las afueras de San Salvador porque hay de esas casas pequeñas de bloques de cemento, rótulos metálicos redondos de Coca-Cola y árboles viejos: de tronco ennegrecido por el humo, tan viejos que casi se tocan entre ellos de gruesos. Alcanzamos a ver el final de la bajada. Nos damos cuenta porque inicia una subida. La calle está adoquinada y tiene manchas negras de grasas de carros. Digo «hasta aquí conozco Ayutuxtepeque, más allá nunca he ido». Pero no nos detenemos. Terminamos de bajar, caminamos tres metros en terreno recto y comenzamos a subir. No tardamos en llegar. «Ya llegamos», dice un amigo y yo lo veo como diciéndole «te merecés un aplauso por la información obvia». Es tan obvio que ese es el lugar, es que nunca me lo imaginé así, pero parece natural que así sea: Cientos de gentes reunidas al rededor de cinco hombres sentados en el suelo, bajo la sombra que da un pequeño techo de lámina. Unas mujeres se nos acercan sofocadas por el calor y el trabajo. Me preguntan quién soy y les respondo. Les digo que escribí un correo electrónico solicitando venir a ver al hombre sentado al centro de los cinco. Una mujer saca una manta blanca y me la da. «Tome. Fórmese en esa fila y párese sobre esto. No deje que el viento la vuele». Trato de explicarle que no estoy seguro qué hacer, pero no me presta atención. Todos se forman. Un bloque de gente frente a los cinco hombres, otros dos bloques a los lados. A mí me han formado en el bloque del centro y a mis amigos, a saber. Ya no los veo. Los cinco hombres bajo el techo están vestidos de negro, con las caras pintadas de blanco y los ojos cerrados. Menos el del centro que tiene los ojos abiertos y una sonrisa de estúpido que asusta o fascina, según quien la vea. Yo creo que me ve a mí, pero seguramente eso han de pensar los demás. Los demás comienzan a pronunciar dos sílabas con fonemas difíciles de pronunciar para mí. Ellos las pronuncian, fácilmente, alternando una y otra. Yo no puedo, sé que estoy en un sueño y eso no me tranquiliza. Últimamente he comenzado a verlos de manera diferente. En eso, todos comienzan a moverse para  cambiar de bloque. Recogen las mantas blancas bajo sus pies y se mueven. Los que estaban a la derecha pasan al centro, nosotros a la izquierda y los de la izquierda a la derecha. Yo me atraso, pero llego. Los cinco hombres se han levantado y se han mezclado entre la gente mientras los cambios y han quedado esparcidos a las orillas de los bloques. El de en medio quedó a un par de metros a mi izquierda, ya no tiene esa sonrisa y su cara mira hacia la misma dirección que yo; pero sus ojos ven hacia la derecha por el rabillo y ahora sí estoy seguro de que me ve. Se me acerca, me toma amablemente del hombro y me pregunta: «¿Ramírez Hernández, Manuel Javier?». «Sí», contesto. Me sonríe y se va en el momento en que llega uno de mis amigos que nunca he visto, que sólo he visto en ese sueño. Se forma adelante de mí y me dice: «Tengo que comenzar a caminar hacia atrás». No deja que le pregunte qué quiere decir con eso y, literalmente, comienza a caminar hacia atrás, empujándome con su espalda. Las otras personas en la formación se apartan. Y la velocidad de mi amigo comienza a aumentar a niveles nunca vistos por mí en un hombre. Las mantas bajo nuestros pies se vuelan. El viento de la velocidad me golpea con piedritas y en la cara me golpea el pelo de mi amigo. Salimos de ese lugar, dejamos el municipio, el departamento, el país, incluso el tiempo. No encuentro manera de escribir aquí el estado de choque en el que me encontraba en ese momento sin sonar ridículo. Llegamos a un salón de clases en una universidad de Estados Unidos. Eran los años 70. Afuera se veían unos jardines cuidadísimos y aburridos. Mi amigo paró su marcha atrás justo en el momento en que tocó un pupitre de la primera fila. Yo quedé en el de atrás. Le pregunto: «¿Por qué me trajiste? Yo quería hablar con Robert». «¿Quién es Robert?». «El hombre de en medio». «Tenés que pasar esta prueba conmigo, como en La flauta mágica, o en Orfeo y Eurídice». Entonces, nos quedamos ahí, sentados en los pupitres.
Die Dreigroschenoper de Bertolt Brecht y Kurt Weill montada por Das Berliner Ensemble.

2 comentarios:

Markos dijo...

es sueño o de verdad paso ?
en que lugar de cusuquicity estabas ?xD!

Nadie dijo...

Es un sueño, Marki. No sé en qué parte estaba, sólo tenía la sensación de estar en Ayutuxte.