miércoles, 30 de noviembre de 2011

Un panda, un parqueo

Inicia con un carro ya en media calle, en marcha, con nosotros adentro y vos manejando. Multiplaza a un lado, lo que queda de El Espino al otro. Siento que voy dentro, pero puedo visualizarnos desde afuera y ver la escena, imaginar el viento que hace fuera, una canción que contraste con la vista y nada más. Continúa con nosotros llegando al redondel ese de las Naciones Unidas o Unicef. Casi no hay carros, pero no sabemos qué día es para explicárnoslo. Sigue con que estacionás el carro al lado del redondel. Un oso panda bebé camina ahí, torpe, sobre la grama, como si estuviera acostumbrado a estar ahí desde su nacimiento. Es por eso que te has estacionado, porque lo querés ver. Y yo lo veo también y me soprende un poco. Un panda en ese redondel entre Multiplaza, Las Cascadas, la academia militar y lo que aún queda de El Espino. El panda es feo, realmente. No me atrevo a decirlo porque estás emocionado de verlo y yo pretendo estarlo también, pero no puedo pretender perfectamente. No es blanco y negro, no es gordito, no parece peluche. Es blanco y amarillento, está delgado, camina torpe y hace ruidos extraños. Me quito el cinturón de seguridad y me asomo a la ventana, la ventana de tu lado, del conductor, para ver más cerca el panda. Me quito el cinturón y me acerco a vos sin percatarme, sólo porque estás entre mí y el panda, ahí sentado, en ese espacio reducido; solos en Antiguo Cuscatlán, casi Santa Tecla, inexplicablemente sin carros saliendo o entrando del redondel donde come pasto un panda que te ha hecho detener el carro para verlo, para que lo veamos los dos. Y estás emocionado, te da ternura el animal, casi olvidás que estoy ahí y te imagino como una niña de entre cinco y siete años hablándole sola a sus juguetes; y casi olvidás que estoy ahí, tan cerca, asomándome a la calle, sobre vos, para ver el panda que no me interesa, que sólo me entristece. Continúa inesperadamente con que me besás la boca, rápido, menos de un segundo: como un beso de saludo entre novios. Estamos muy cerca y yo te veo a los ojos inexpresivo, incrédulo. Retrocedo lo poco que me he movido del asiento y no digo nada. Te sonreís ampliamente, afectado por la hiperactividad que todo te causa y arrancás el carro. Vamos en dirección a La Escalón, entrando a la Jerusalén, ahora ya con los cinturones abrochados. Ahora el carro se ha desvanecido y no nos hemos dado cuenta. Caminamos. La Jerusalén se ha estrechado y no parecemos notarlo. Vamos por una calle angosta entre el pasto, entre el bosque. Unos hombres, a los lados, se visten o se limpian el cuerpo con agua de unas cubetas de metal. Siguen, parece que no nos notan. Tienen entre treinta y seis y cuarenta y cinco años. Algunos son más pobres que otros. Veo las nalgas desnudas de uno a mi derecha: las tiene velludas y los vellos son rizados. Te veo a mi izquierda y te reís porque has visto lo mismo. Me río y, luego, adelante, todos los hombres que están desnudos tienen las nalgas con vellos rizados. Se dedican a algo que tiene que ver con ganado. No sé a qué. Los vemos a todos, no los saludamos. Durante toda la calle no hablamos y así, callados, sigue con que llegamos a un parqueo con suelo de grava roja. Abrís la puerta de un carro, de otro, de uno diferente. Yo estoy al lado de la puerta del pasajero. Nos vemos por sobre el techo y me decís: «Voy a llevarte a tu casa». Finaliza con que veo tu reflejo deforme sobre el techo azul y luego te veo a vos y te contesto: «No… Dejame en Metrocentro».
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Un saludo a usted que aún me lee después de TODOS ESTOS AÑOS. Saludos a usted que aún me sigue secretamente.

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