viernes, 25 de noviembre de 2011

Final de continente

Quiero amanecer en un lugar fuera de El Salvador, que esté a la orilla del mar, pero que no sea playa playa, que hayan acantilados cerca, no de enorme de tamaño, del tamaño justo para poder subirlos o bajarlos en cinco minutos aproximadamente. Pero, cuando digo «playa» no me imagino esa playa soleada y ese reflejo molesto sobre la superficie del mar; me refiero a un mar en invierno, con el cielo gris y con nubes que se mueven constantemente, y truenos, y alguna pequeña llovizna. Las calles con curvas, descendiendo, subiendo. Justo al lado de una línea de cemento liso, que esté la roca negra y que haga fantasear sobre la apariencia salvaje de esa playa hace años, hace no muchos años, hace cincuenta. Separar mi espalda de la grama mojada, fresca, quiero

comentar que tras las nubes grises está el sol y es eso el círculo blanco que sí podemos ver directamente, sin que nos dañe los ojos. Oír el mar. Imaginar fotografías de ese paisaje, con esas casas pintadas de esos colores, hechas de esos materiales, habitadas por esas gentes. Quiero levantarme de la grama, no pensar en nadar. Buscar basura con la mirada y no encontrarla, que no exista. Quiero mi cuerpo dentro de la ropa que usaré en ese momento sobre la grama, ese momento desde el pequeño acantilado, ese momento entre dos casas, ese momento con un carro pasando sobre la carretera hacia abajo dejando atrás rocío; ese momento viendo el mar, el cielo (tan gris), respirando con la nariz roja y el aire helado. Quiero tener el reflejo del mar en mis ojos e imaginarme desde afuera
con expresión de que sé algo,
muchas cosas;
con la boca semi abierta,
algo cansado,
como reponiéndome de todo lo que he vivido
o preparándome, quizás,
para un siguiente movimiento
ahí
justo
al final de un continente
frente al océano.  

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