Una pupusa de queso.
Una pupusa de frijol con queso.
Una pupusa revuelta.
Un chocolate caliente.
Un flan para esperar mientras las hacen.
Ése fue mi desayuno de hoy. Quedé llenísimo como sólo unas pupusas de sesenta centavos (y setenta la de queso (siempre las de queso son más caras)) pueden hacerlo. Creo que el desayuno estuvo más rico porque comí en un nuevo lugar que abrió hace unos meses acá en Santa Tecla, se llama Cafetería Tin y, cuando la abrieron, el nombre me parecía grencho pero vi en el logotipo que se debe al ruidito que hace la campanita que ponen en los mostradores para llamar a quien atiende. De esas campanitas (o timbres) no tienen en Cafetería Tin, ¡lástima!
¡La dicha cafetería es lindísima! (qué gay sonó eso). Es una casa antigua de Santa Tecla, amplia, con el techo alto, con una decoración kitsch no tan exagerada -hasta de buen gusto diría yo-, una sala con sillas de fibra de vidrio amarillas que combinan con los limones entre hojas verdes de los estampados de los manteles, otra sala con sillas y mesas de aluminio más contemporáneas de esas que parece que están de moda en muchos lugares de comida, una salita con sillones forrados de blanco y paredes pintadas de celeste con una ventana enorme que da a la calle. La novela de la mañana no puede faltar en el televisor.
Me senté en la salita de las sillas y limones amarillos (la más linda para mí) y desde ahí miraba el área de la panadería que está ubicada justo en el cuarto de la esquina con puerta que da a la calle. Me sentí que vivía en un pueblito. Una monja entró a comprar pan dulce. Una pareja de señores (mujer y hombre) desayunaban frijoles fritos, huevos estrellados y plátanos. Las tazas de café y chocolate eran grandes. Yo estaba feliz. La felicidad me tocaba sinceramente por unos minutos.
¿Podría alguien seguir creando lugares hermosos, sencillos donde uno se sienta feliz?
Seguiré viviendo.
Una pupusa de frijol con queso.
Una pupusa revuelta.
Un chocolate caliente.
Un flan para esperar mientras las hacen.
Ése fue mi desayuno de hoy. Quedé llenísimo como sólo unas pupusas de sesenta centavos (y setenta la de queso (siempre las de queso son más caras)) pueden hacerlo. Creo que el desayuno estuvo más rico porque comí en un nuevo lugar que abrió hace unos meses acá en Santa Tecla, se llama Cafetería Tin y, cuando la abrieron, el nombre me parecía grencho pero vi en el logotipo que se debe al ruidito que hace la campanita que ponen en los mostradores para llamar a quien atiende. De esas campanitas (o timbres) no tienen en Cafetería Tin, ¡lástima!
¡La dicha cafetería es lindísima! (qué gay sonó eso). Es una casa antigua de Santa Tecla, amplia, con el techo alto, con una decoración kitsch no tan exagerada -hasta de buen gusto diría yo-, una sala con sillas de fibra de vidrio amarillas que combinan con los limones entre hojas verdes de los estampados de los manteles, otra sala con sillas y mesas de aluminio más contemporáneas de esas que parece que están de moda en muchos lugares de comida, una salita con sillones forrados de blanco y paredes pintadas de celeste con una ventana enorme que da a la calle. La novela de la mañana no puede faltar en el televisor.
Me senté en la salita de las sillas y limones amarillos (la más linda para mí) y desde ahí miraba el área de la panadería que está ubicada justo en el cuarto de la esquina con puerta que da a la calle. Me sentí que vivía en un pueblito. Una monja entró a comprar pan dulce. Una pareja de señores (mujer y hombre) desayunaban frijoles fritos, huevos estrellados y plátanos. Las tazas de café y chocolate eran grandes. Yo estaba feliz. La felicidad me tocaba sinceramente por unos minutos.
¿Podría alguien seguir creando lugares hermosos, sencillos donde uno se sienta feliz?
Seguiré viviendo.