viernes, 13 de junio de 2008

En algún punto en el cielo

En los aviones siempre debo ir al lado de la ventanilla. Un viaje en avión es cualquier cosa si no se va al lado de la ventanilla. Aún los tramos más largos entre inmensos campos de nubes son interesantes. Muchos bajan la cortina porque entra mucha luz; pero yo prefiero llevarla abierta, ver las montañas desiertas, las montañas de nubes que pronto ya no existirán y tratar de adivinar sus nombres (¿Pileus? ¿Cirrus uncinus?); ver la playa, la orilla que dibuja el continente; ver el mar... tan azul el mar que el cielo palidece...

Lo que no me gusta es la serie que van dando: Cold Case; tampoco me gusta el ruido del avión y mejor me pongo los audífonos y escucho el canal tres donde hay una hermosa música barroca que combina perfectamente con el paisaje.

De México salí para Costa Rica y hacía allá me dirijo; tendré que hacer una conexión y esperar cuarenta y cinco minutos a que salga mi vuelo hacia Guatemala de donde tomaré el bus para San Salvador. Ojalá no pongan película en el bus.

miércoles, 11 de junio de 2008

Calle, música, Dalí y mis pensamientos

Frente a frente, las multitudes nos vemos a los ojos y vemos el semáforo; queremos que desaparezca el hombrecito rojo; somos muchos. Se apaga el hombre rojo y nos enfrentamos; nos encontramos como cuando dos olas chocan y luego se mezclan, se cruzan como nosotros y atrás queda el momento del enfrentamiento, de las caras aguerridas y las prisas.

Ahora ya soy uno. Se me arrancó la multitud y soy uno, otra vez. Unas vitrinas adelante. Avanzo. Unos edificios opacos y una música que reconozco.

Qué lejos estoy del suelo donde he nacido.
Inmensa nostalgia invade mi pensamiento.
Y al verme tan solo y triste cual hoja al viento,
quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento.

Una tarde en el DF, en una placita entre el templo de San Francisco y la torre Latinoamericana, tomándome un café del Seven Eleven, entre cuatro esculturas de Salvador Dalí, con una nube negra de lluvia arriba de mi cabeza y un viento que la arrastraba y movía mi camisa; pensé en una manera hermosa de suicidarme: talvez un balazo junto al asta en medio del Zócalo, quizás tirarme de un puente peatonal al periférico; talvez tirarme en las vías del metro o, no sé, algo; pero algo efectivo, sin tanta teoría ni preámbulo.

lunes, 9 de junio de 2008

El novio, el amante, el amigo

Llevo un par de años con el presentimiento de que mi vida terminará en una tragedia. Desde que me fui de la casa de mi papá no he encotrado la tranquilidad anhelada. Me fui de ahí buscando paz (o algo así) y, aunque he pasado muchas alegrías, aún no la he encontrado.

Me fui de la casa agarrado de los besos de mi novio; lo amaba mucho y afuera de sus brazos nada era real. En su cara veía las promesas de muchos años venideros de besos, abrazos y caricias. Por cada riso que se le movía, yo le escribía un poema. Pero pasaron los meses, pasó un año y diez meses más. Yo había llorado la misma cantidad de veces que había reído y con la misma intensidad; así me fui cansando de estar vivo y junto a él.

A mí vino un hombre de lejos y me comenzó a mirar como que si yo fuese algo. Yo le comencé a apartar las pestañas con las mías y pude ver el lago dentro de su mirada. Sin pensarlo mucho, me abrió las fronteras como un caballero le abre la puerta a una dama (pero menos cursi) y ya del otro lado, me preguntó cómo se sentía atravesar una frontera, y ponía su oreja en mi pecho y comparaba mi risa a un pequeño tambor. Entonces pasaron los días y, por más que deseé que no pasaran, se acabaron -los muy malditos- y mi amante se convirtió en un recuerdo; no en una foto, no en un video; se convirtió en un recuerdo hecho de poemas y de olores que recrean sensaciones en mi piel.

Regresé. Después de las peleas, mi ex novio me volvió a querer; entendió que yo no era el universo y que no llego ni a mundo; lentamente se le secaron las lágrimas y yo abracé su corazón. Dentro de él encuentro paz y una sonrisa se me forma cuando lo veo. Llevo años presintiendo que voy a caer preso o enfermo mental o en un abismo; pero sus ojos son diferentes y su voz es única. Aún le beso la boca y duermo con él en las noches. Las gentes no podrían entender nuestra relación; no la entienden. Aquí, lejos de todo lo que me es familiar, le lloro y lo extraño enormemente, con un agujero más grande que yo en mi pecho.

--
10:32 p.m. Distrito Federal. 9:32 p.m. Santa Tecla

sábado, 7 de junio de 2008

Lágrimas que me saca la Santa Iglesia Católica

Como insecto que sale de la tierra, así salí yo de la estanción Zócalo del metro y al subir las gradas, el Sol era más real y el aire y el ruido de la calle comenzaban a tocarme. Saqué todo mi cuerpo y frente a mí: la gran plaza y la gran bandera; la gran catedral, la gran capilla a un lado. Y la gran campana sonaba grave y cuando ella vibraba, vibraba yo también. Me movía, la campana, marcaba mis pasos.

Entré a la catedral y me invadió ese ambiente de calma que es el que, seguramente, atrae a tantos feligreses; entré y recorrí las capillas a los costados, tras las rejas, como si de un museo se trataba, uno donde estimulan la vista y el alma. En medio de la gran nave, alguien tocaba el enorme órgano que era grande como una casa. Adentro del órgano es la sede del coro de la catedral y cobran por entrar. No entré.

Anduve por los pasillos, no leí los carteles que explicaban la historia y los elementos de las capillas; en ese momento sólo me quise llenar de la energía que brotaba del ambiente. Bautizaban a un niño. En el pasillo de en medio, unas flores adelantaban detalles de una boda. Varios hombres de saco con intercomunicadores en sus orejas daban la impresión que cuidaban al mismísimo Dios: nada raro, después de todo, esa es su casa.

Salí, mejor. Algún tiempo más allí me hubiera hecho llorar o convertirme al catolicismo. Salí por un costado, después de ver la capilla al lado de la catedral y entonces logré ver las ruinas del Templo Mayor. Me asomé a la cerca que lo rodea y me quedé gran rato viendo las piedras que lo forman, comparándolo con la maqueta que está en la estación del metro de cómo era antes de la colonia; entonces volví a ver la gran catedral y luego las ruinas del Templo Mayor y no pude contenerme y lloré. Lloré por todo lo que destruyó la Santa Iglesia Católica, por todo lo perdido, por todo lo irrecuperable.

jueves, 5 de junio de 2008

Nadie en una casa azul de Coyoacán

Debo decir que lo que más me gusta de Frida Kahlo es ella misma, su personalidad: el ícono que es, el personaje. No soy tan admirador de sus pinturas y qué mal por eso porque, pues, era pintora. De todas maneras me vi atraído a ir a La Casa Azul: el Museo Frida Kahlo. Entramos, mi amigo Esaú y yo, y un empleado nos explicó cómo es el recorrido, pero antes teníamos que ir al baño y ese desvío me llevó al jardín donde está la pirámide que sirve para exhibir varios objetos arqueológicos y pensé que no es tan impactante ver personalmente los lugares que uno tanto ha visto en fotos o películas y de los que tanto le han hablado otros.

Comenzamos el recorrido y en la primera sala había algunos cuadros nunca antes exhibidos y algunos hasta sin finalizar, y lo que más me gustó ver fue los dibujos que seguramente ella hacía en papeles cualesquiera cuando la necesidad de sacar un pensamiento era urgente. La segunda sala está dedicada a Diego Rivera y no me interesó mucho (después nos fuimos al museo Diego Rivera "Anahuacalli", pero esa es otra historia). Habían algunas salas cerradas por mantenimiento, pero pudimos ver el comedor, una habitación, la cama de Frida con su máscara mortuoria, la pared llena de exvotos originales, piezas de vajilla, piezas decorativas de cerámica, etc. Bajamos de un segundo piso al patio. Un grupo de muchachas nos pidieron que les tomáramos una foto y yo se las tomé. Abajo había un televisor donde vi un documental sobre unos ex alumnos de Frida que hablaban de cómo era ser alumno de ella y cómo pintaron la fachada de la pulquería La Rosita como parte de un proyecto de iniciativa de Frida. En esa época era prohibido pintar las fachadas de las pulquerías porque eso atraía a la gente.

Pero se acabó el Museo Frida Kahlo para nosotros (Frida Kahro, para unos japoneses que ahí estaban). Me resultó pequeño aun teniendo en cuenta lo de las salas cerradas; pero fue bonito quedarse parado un rato, viendo las flores y árboles del jardín, viendo las paredes y pasillos sabiendo que ahí vivió Frida; imaginándola.

miércoles, 4 de junio de 2008

Posible historia en Garibaldi

Garibaldi es grencho, casi no tiene nada que envidiarle la Plaza El Trovador (excepto la fama); se encuentra ubicada en una zona no tan bonita, unas cuatro cuadras atrás del Palacio de Bellas Artes. Es una plaza sin gracia y a los lados están las estatuas de los grandes exponenetes del género ranchero como Pedro Infante, Lola Beltrán, Juan Gabriel y otros que no recuerdo o no conozco. A las orillas de la plaza venden tragos. Las micheladas son las más ofrecidas.

Sólo una cosa sí me gustó de Garibaldi: la música; y esa música hace que las parejas se abracen y se besen, que se paseen borrachos y agarrados de la mano; que se besen grotescamente enamorados y, luego, quizás, se vallan a algún bar de los alrededores -como El 69- y ahí, entre pinturas fluorescentes de vírgenes, réplicas del Nacimiento de Venus de Botticelli y angelitos gordos; sigan emborrachándose hasta que los párpados les pesen y se abrillanten, y entonces se comiencen a sentir excitados y el roce de sus cuerpos los haga buscar un lugar más íntimo, sólo para ellos y barato.